LA ÉTICA DEL CIERRE por Maria de Arcos

Ayer, hacia el final de una partida de club y acumulando cien puntos de ventaja sobre mi contrincante, deslicé sibilinamente una G ante la E final de un goloso triple aún desierto, abortando así la posibilidad más viable de encontrarme en dificultades. Ante la maniobra, él exclamó: “¡Eso no se hace!”. Dicha reacción, naturalmente dentro de un clima distendido y de total confianza por ser miembros del mismo club, me hizo más tarde reflexionar sobre la “ética del cierre” como estrategia en el scrabble, llevada a su extremo.

Esta característica del juego, que al parecer ha ido coloreando la insignia de nuestro propio club (ya se atribuyó hace tiempo el título de maestro del catenaccio a Álvaro Noguer), no es extraño que produzca urticaria eventual en nuestros rivales. Todos aquellos que coquetean con la táctica del cierre lo intuyen fácilmente, al encontrarse de vez en cuando con declaraciones del tipo: “Qué feo es jugar así”; “Odio como está el tablero”; “Así no hay quien juegue”; etc.

Cierto que todos cerramos alguna vez, aunque sea fortuitamente, al deshacernos de aquella/s consonante/s incómoda/s, constatando poco después que por allí ya no hay nada que rascar (lo que puede tornarse harto inconveniente). Pero el cerrador de pro no permite resquicio alguno en su juego. Procede lenta, minuciosa, maquiavélicamente, cual ladrón de guante blanco que elabora los detalles de un robo perfecto. Y empleo de forma deliberada ese último adjetivo, porque el ejercicio del cierre puede resultar pecaminoso o insano en los siguientes casos:

A) Con un novato.

B) Con un amigo.

C) Cuando la ventaja excede los dos scrabbles largos. Más allá de eso podría rozar la mezquindad…

¿Por qué si no produce a veces la sensación en quien lo inflige de “zancadilla verbal” a su oponente? Si vamos más a fondo, la visión de un tablero cuidadosa y estratégicamente cerrado puede generar en algunos jugadores una inusitada estimulación del cerebro, una bárbara liberación de adrenalina, producto también de su febril y desmedida competitividad. Pero esto no obsta para también desarrollar en su interior conflictos morales, al ser conscientes del efecto claustrofóbico que van generando en su contrincante, que busca denodadamente una salida, un resquicio de luz.

El cerrador empedernido ingiere a veces sin dudar sus propios scrabbles, que va regurgitando en forma de pequeños y valiosos paralelos-candados. El cerrador enfermizo sufre ante una diáfana apertura en expansión a lo largo y ancho del tablero, y hará lo imposible por prevenirla. El cerrador cinco estrellas no persigue necesariamente la jugada más opulenta. Al igual que los afamados blaístas veneran la palabra en sí, el cerrador compulsivo se emociona ante la limpieza de un abrupto cierre, cercenando posibilidades, generando pequeños “muñones” aquí y allá, ante la creciente desazón de su adversario. ¿Es la deformidad de nuestras mentes la que configura este paraíso aislado y extrañamente hermoso? ¿Se trata de un avance evolutivo o de una obsesiva patología en el jugador?

No defiendo ni condeno el  juego hermético, si bien reconozco que esta habilidad siempre me resultó atractiva por lo provocadora (y a día de hoy también por otros factores). Admito por supuesto que no es infalible. Pero así es el scrabble, y ése es uno de sus muchos y enriquecedores caminos. ¿Carecen algunos cerradores, como diría Ignatius J. Reilly, de geometría interior?

Yo, por si acaso, ayer me disculpé…

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