Hace unos días, una compañera de club decidió escribir un artículo sobre la ética y la estética a la hora de abordar una partida de escrábel, a raíz de algo que le ocurrió en una partida y que la traía con la conciencia intranquila. Voy a intentar replicar su planteamiento desde el respeto por la opinión ajena, que a buen seguro es fundamentada y variada como mercadería de botica.
Según cuentan, parece que esta compañera de club, en una partida en la que llevaba una ventaja holgada sobre su contrincante, cerró a cal y canto el tablero, invitando con sutileza al contrario a dedicarse al macramé o a cualquier otra actividad igualmente gratificante pero ajena al escrábel. A pesar de que ganó la partida, no pudo evitar sentir al final como si su victoria adoleciera de cierta grandeza, y así, como persona instruida y civilizada que es, vertió en su artículo todas sus zozobras intelectuales al respecto.
Lo primero que habría que dilucidar bajo mi punto de vista es si estamos ante un problema ético, o una cuestión estética. Entiendo que así expresado, den ganas de salir corriendo a leerse la Enciclopedia Británica traducida al lituano, aunque albergo la esperanza de no resultar tan tedioso como la cosa promete y, a fin de cuentas, no hay tanta gente como se dice que domine las lenguas bálticas.
Sacar la “Q” de la bolsa y volverla a meter en un descuido del contrario, es claramente un comportamiento poco ético, censurable, e incluso suficiente como para abrir un sereno debate sobre la pena capital. Creo que en esto podemos estar todos de acuerdo. Sin embargo, jugar cerrado cuando se va ganando cómodamente, dudo mucho que se trate de una cuestión tan manifiestamente reprobable desde el punto de vista ético.
Puedo entender que haya gente que cuando se pone una “G” para tapar un triple en una partida que vas ganando por 150 puntos, lo interprete como un comportamiento rácano y miserable, pero espero que se entienda también que esta jugada puede ser interpretada como una muestra de respeto hacia el rival, al que se considera con la entidad suficiente como para cambiar el signo de la batalla y acabar venciéndonos en un final que pida a gritos un bardo y una lira.
Del mismo modo, y siguiendo con el ejemplo anterior del cierre en “G”, dejar el triple abierto puede ser visto como una apuesta por el juego vistoso y generoso, o también una humillante muestra de desprecio por la capacidad del rival para librarse del cadalso que con cariño y paciencia le hemos urdido.
¿Cuál de los comportamientos descritos es el más ético? ¿No cerrar es generosidad o soberbia? ¿No le resta épica al escrábel el juego abierto, no hace que se parezca más a las partidas domingueras de mesa camilla y braserito en casa de la tía Ágata, tan entrañable pero tan gagá? ¿Cerrar es muestra de mezquindad o de respeto al rival? Seguro que los samurais tienen en el bushido un aforismo precioso sobre este particular.
Por lo poco que he podido esbozar en el párrafo anterior, parece que la cuestión ética resulta ardua, bizantina, y no creo que nos pueda llevar mucho más allá de la amena tertulia, a la que por cierto me apunto desde ya. No parecerá mal por ello, espero, que pase al asunto de la estética, aunque tampoco parece este a priori un tema que vaya a desatar una unanimidad inquebrantable al modo de, qué sé yo, la ley de la gravitación universal.
En mi opinión, el debate sobre la estética en el escrábel es un debate igualmente estéril y artificial. El escrábel, al menos en su modalidad competitiva, no es un espectáculo, como ocurre con el fútbol, por mucho que las televisiones se empeñen en hacernos creer lo contrario. Cualquier actividad que implique competición, quiere decir (para algo servirá el DRAE además de para jugar al escrábel) que hay dos o más personas contendiendo entre sí y aspirando con empeño a una misma cosa.
Tanto en el fútbol como en el escrábel, el ganador viene determinado por reglas bastante simples y claras: un gol más, un punto más, otorga la victoria sin paliativos a uno de los contendientes. No hay que esperar a que finalizada la contienda se reúna el sanedrín y decida el vencedor. No es como en la gimnasia rítmica, la natación sincronizada, e incluso como el boxeo, donde se puede ganar en base a las consideraciones más o menos subjetivas realizadas por un grupo de jueces. El fútbol y el escrábel se juegan al KO.
Así, a igualdad de fortuna, el mejor jugador de escrábel es el que gana aunque sea por un punto en el descuento, y no el que pone las palabras más bonitas en los lugares más inverosímiles. Por eso, cuando uno afronta una partida, pone en práctica la estrategia que estima más le va a ayudar a conseguir la victoria. El que juega abierto, lo hace porque estima que así tiene más posibilidades de ganar, y el que cierra, lo hace por la misma razón.
Y me mojo: cuando me siento frente al maestro Álvarez (la tierra tira) y me afano en convertir el tablero en una ilegible lasca de basalto del Código de Hammurabi, lo hago porque estimo que un tablero abierto y soleado le favorece más a él, al permitirle desplegar toda su sabiduría táctica y léxica. Y si me siento delante de un novato y le juego igual, lo hago porque quiero neutralizar en la medida de lo posible el factor suerte, y evitar que me triture a base de poner “SENTADO”,” CASADAS” y “OTEARIA”.
La forma de afrontar una competición, sea de la índole que sea, no está pues ligada en mi opinión a cuestiones éticas o estéticas, sino a una pura cuestión de eficacia. Evidentemente, la opción de juego elegida no será más que un planteamiento previo, una presunción que, como muchas otras en la vida, ya se encargará el devenir de los acontecimientos de poner en su sitio.
No sé si los cerradores compulsivos tienen o no geometría interior, como planteaba mi compañera de club (María, caramba, qué pesadez con las perífrasis). Para mí es llevar la discusión a un plano equivocado. Si ganas respetando las reglas, es irrelevante cualquier consideración ética o estética, y de haber lugar a ello, se trata en mi opinión de una cuestión extradeportiva, aunque apasionante, sobre todo si está planteada con humor e inteligencia.